12.7.11

Comentario crítico a "Filosofía de la praxis" de Sánchez Vázquez

Con motivo del fallecimiento del filósofo reproduzco un breve artículo que escribí hace poco.

(Cartón de Helgera: Jornada 10/07/2010)



Con admiración se cita a Kant, indicando que él no enseñaba filosofía,

sino el filosofar; como si alguien enseñase carpintería, pero no

enseñase a construir una mesa,una silla, una puerta, un armario, etc.


(G. W. F. Hegel)



En el prólogo a la edición de 1980 de su Filosofía de la praxis Adolfo Sánchez Vázquez (“SV” a partir de aquí) reitera los propósitos de esta obra, de entre los cuales el fundamental es la reivindicación de la praxis como categoría central en el marxismo y como categoría filosófica importante en general.[1] También se quiere deslindar filosóficamente al marxismo de vulgarizaciones ideológicas y/o concepciones simplistas (mecanicistas, deterministas, economistas, cientificistas, reduccionistas, etc.). Pero estos propósitos obedecen a uno de mayor envergadura, y que trasciende toda filosofía, a saber, la transformación de la realidad. Y si, como se verá más adelante, la transformación implica la teoría, un pensamiento que se preocupe explícitamente por la praxis es ya, de algún modo, parte de esa transformación. Por lo tanto una filosofía de la praxis, una filosofía que introduzca la praxis como categoría central, requiere no sólo reflexionar sobre un nuevo objeto, sino fijar asimismo el lugar de la teoría en el proceso práctico de transformación de lo real.[2] Este conjunto de propósitos e implicaciones epistémicas y políticas hacen de la Filosofía de la praxis una obra rica en contenidos y temas. Nosotros en este trabajo nos limitamos a (i) tratar de reformular la categoría de praxis siguendo a SV y (ii) problematizar al interior de esta categoría, especialmente acerca de la relación entre teoría y praxis.


Pero ¿qué es “praxis”? Al inicio de la obra se deja ver una primera respuesta: “nos inclinamos por el término ‘praxis’ para designar la actividad consciente objetiva”.[3] Bien, pero ¿qué es “actividad”? Después de haber hecho un repaso de la concepción de la praxis que a lo largo de la historia de la filosofía –implícita o explícitamente- se ha mostrado[4], SV inicia ya la problematización filosófica sobre la praxis del siguiente modo: “toda praxis es actividad, pero no toda actividad es praxis”.[5] “Actividad” a secas, actividad en general, es un movimiento en virtud del cual un sujeto (agente) modifica una materia dada.[6] Esta noción es demasiado amplia. No se indica la cualidad de ese movimiento ni de la materia en cuestión. Sin embargo, esta definición nos da una pista: la materia (paciente) es dada. Esto es, la materia se concibe como estando ahí, independiente y fuera de un sujeto (agente) que preexiste, y la relación (modificación) es de exterioridad pura, como si la esfera “sujeto” chocara contra la esfera “objeto” y causalmente, mecánicamente, modificara una a la otra. Esto funciona para muchos entes: animales, sustancias químicas, o hasta una piedra en caída libre que modifica el suelo al contacto. Ciertamente el hombre participa de esta actividad[7], pero si la que nos interesa es aquella que es “consciente y objetiva”, no basta esta formulación categorial. Por esta razón SV avanza y define la actividad propiamente humana en un pasaje que, por su belleza, nos gustaría reproducir íntegro:

La actividad propiamente humana sólo se da cuando los actos dirigidos a un objeto para transformarlo se inician con un resultado ideal, o fin, y terminan con un resultado o producto efectivos, reales”. En este caso, los actos no sólo se hallan determinados causalmente por un estado anterior que se ha dado efectivamente –determinación del pasado por el presente-, sino por algo que no tiene una existencia efectiva aún y que, sin embargo, determina y regula los diferentes actos antes de desembocar en un resultado real; o sea, la determinación no viene del pasado, sino del futuro.[8]

Ahora empieza a perfilarse la actividad (humana) como praxis en tanto que incluye la participación de la consciencia en la transformación. La materia no está simplemente dada, y el sujeto no está a la espera de ella, sino que ahora la materia es materia prima, es decir, adquiere el signo de la utilidad, y el sujeto es ahora un ente que proyecta idealmente la satisfacción de sus necesidades. Heidegger –fuera del discurso existencial y el de los heideggériannes- nos ilustra muy bien:

...en el mundo circundante se da el acceso a entes que, no teniendo en sí mismos necesidad de ser producidos, ya siempre están a la mano. Martillo, alicate, clavo, remiten por sí mismos al acero, hierro, mineral, piedra madera –están hechos de todo eso. Por medio del uso, en el útil está descubierta también la “naturaleza”, y lo que está a la luz de los productos naturales. […] Pero, aquí la naturaleza no debe entenderse como lo puramente presente –ni tampoco como fuerza de la naturaleza. El bosque es reserva forestal, el cerro es cantera, el río, energía hidráulica, el viento es viento “en las velas”.[9]

El sujeto se mueve para satisfacer sus necesidades. Experimenta cierta resistencia de la materia, y reconoce cierta independencia –ahora relativa, no absoluta- de la materia dada, y precisamente por esto necesita concebirla –ahora conscientemente y no pacientemente- bajo la forma de materia prima. En el mito semita –aunque cristianizado- del paraíso se presenta bellamente una unión absoluta entre las necesidades y su satisfacción. El hombre allí está en una armonía perfecta con la naturaleza y en una total conciliación con su presente. No es fortuito que el castigo por probar la fruta del árbol prohibido (que, dicho sea de paso, es del “conocimiento”) sea “el sudor de nuestra frente”. Es este sudor el que el hombre derrama al negar la realidad existente porque no se ajusta nunca a sus necesidades y al proyectar idealmente entonces una realidad ideal que aún no se realiza efectivamente, pero sobre todo, al trabajar para lograr su fin. Así es como podemos decir que el trabajo no sólo transforma accidentalmente la naturaleza, sino que la subjetiviza objetivándola, eso es, reconoce su independencia, pero este reconocimiento no es sólo epistémico sino interesado y práctico. A esta altura podemos entender la definición que antes se dio de praxis como actividad consciente objetiva. La praxis, nos dice SV

como actividad subjetiva y objetiva a la vez, como unidad de lo teórico y lo práctico en la acción misma, es transformación objetiva, real de la materia mediante la cual se objetiva o realiza un fin; es, por tanto, realización guiada por una consciencia que, al mismo tiempo, sólo guía u orienta –y esto sería la expresión más cabal de la unidad de la teoría y la práctica- en la medida en que ella misma se guía u orienta por la propia realización de sus fines.[10]

Ahora que tenemos una definición más o menos satisfactoria de la praxis problematizaremos con respecto a esa “unidad” de lo teórico y lo práctico. En este momento nos preocupa particularmente la vaguedad en la concepción de SV de la teoría. En ocasiones se concibe como algo inmaterial o como algo irreal, virtual, en otras como algo ideal, “psíquico” o “espiritual subjetivo”[11]. Esto dificulta pensar (a) la relación entre la filosofía y la praxis, así como (b) la “praxis artística”. En lo siguiente trataremos estos problemas en un mismo cuerpo argumentativo.

SV se rehúsa a considerar la actividad de la consciencia como praxis. Se respalda en El Capital, en donde Marx, analizando la experiencia del trabajador nos dice que éste “pone en movimiento las fuerzas naturales que pertenecen a su corporeidad, brazos y piernas, cabeza y manos, a fin de apoderarse de los materiales de la naturaleza bajo una forma útil para su propia vida”.[12] Esto lo lleva a pensar que la praxis (que aquí SV identifica sin explicaciones con “trabajo”) tiene un carácter intrínsecamente “físico, corpóreo”[13], cuando antes era solamente “actividad consciente objetiva” o “subjetiva y objetiva a la vez”… “La transformación de la materia –sobre todo, en el trabajo humano- exige una serie de actos físicos, corpóreos, sin los cuales no podría llevarse a cabo la alteración o destrucción de ciertas propiedades que hace posible la aparición de un nuevo objeto, con nuevas propiedades”.[14] La pregunta que nos surge es: ¿cómo es un “acto físico” y/o “corpóreo”? ¿Qué diferencia hay entre un acto de este tipo y un acto “teórico”? ¿No partíamos de una unión ontológicamente indisoluble entre teoría y praxis? ¿Cómo se dibuja ahora la línea divisoria entre ambas? ¿No todo acto “físico” es también “teórico” en tanto lo dirige al mismo tiempo la consciencia?[15] Acerca del carácter teleológico de la praxis dice que gracias a la intervención de la conciencia el resultado de la transformación existe dos veces y en tiempos distintos: el resultado ideal y el producto real.[16] Pero esta diacronía es con respecto al resultado y no al trabajo, que no es otra cosa más que el proceso mismo de transformación. En efecto, todo proceso culmina en la realización de la finalidad, en un producto, al cual puede atribuírsele científicamente propiedades físicas como “corporeidad”, pero el proceso mismo, en tanto pura transformación no es “corpóreo” ni “incorpóreo”, sino inmanentemente objetivo y subjetivo o, en términos hegelianos, dialéctico.

Creemos que este punto problemático tiene origen en una incomprensión del pasaje de Marx. El mismo SV, en el primer apéndice incluido en la última versión (2003) de la Filosofía de la praxis que lleva por título “El concepto de esencia humana en Marx”, al tratar la cuestión de la esencia en El Capital, reconoce que en dicha obra no se habla explícitamente de alguna “esencia” humana sino en contadas ocasiones y en otros términos -como “naturaleza humana” o “trabajo en general”-, porque el propósito de la obra es descubrir las leyes fundamentales que rigen la estructura social capitalista.[17] De esta manera, categorías principales como “salario”, “trabajo asalariado”, “trabajo en general”, “valor”, “valor de uso”, “obrero”, “capitalista”, etc. no son sino formas concretas que la “naturaleza humana” adquiere en la sociedad capitalista del siglo XIX. “Trabajo”, en este sentido, es sólo una categoría que representa una expresión particular del modo de producción capitalista, y es desde este sentido que debería entenderse la noción de “corporeidad”.

Considérese el incremento durante el siglo XX del trabajo servicial y no estrictamente productivo en tanto ente corpóreo o, ya en el siglo XXI, el boom de los productos virtuales como los software o música digital; ¿qué “corporeidad” produce una telefonista o un vigilante de seguridad? Ciertamente ponen a andar, en alguna medida -como Marx señala-, músculos, brazos, piernas, cabeza, etc., pero quizá –cualitativamente hablando- lo mismo hace un deportista, o un intelectual. Y con esto reafirmamos: la praxis, en el sentido que venimos trabajando –sentido que el mismo SV nos ha abierto-, no puede ser meramente “corporea”, sino integral y dialéctica.

Por otra parte, mientras la actividad teórica no es praxis, el arte para nuestro filósofo sí es una forma de praxis, porque “se sitúa en la esfera de la acción, de la transformación de una materia que ha de ceder su forma para adoptar otra nueva: la exigida por la necesidad humana que el objeto creado o producido ha de satisfacer”.[18] Por el contexto referencial del fragmento suponemos que la “transformación de una materia” se refiere, de nuevo, a la corporeidad del acto artístico, de otro modo el literato y el compositor de música no serían artistas. Pero si el poeta o novelista no hace más que escribir, y el compositor sólo escribe y “produce” ondas de sonido, ¿qué diferencia esencial encontraríamos en el filósofo que sólo habla, lee y escribe; produce ondas de sonido, ideas, letras?

SV admite que la actividad teórica transforma, pero sólo idealmente, es decir, modifica hipótesis y teorías; transforma mediante “operaciones” intelectuales como abstracción, generalización, deducción, sintetización, prevención, etc., “que si bien exigen un sustrato corpóreo y el funcionamiento del sistema nervioso superior, no dejan de ser operaciones subjetivas, psíquicas, aunque puedan tener manifestaciones objetivas”.[19] Pero ¿qué son las “manifestaciones objetivas” sino un objeto (Objekt)[20] constituido causalmente, una aprehensión contemplativa de la praxis –entendida dialécticamente y revolucionariamente-? Porque la realidad como totalidad sujeto-objeto no “se manifiesta”, sino se autodetermina. En efecto, no hay “manifestaciones” en sí, sino un acto subjetivo de asimilación del objeto real (Gegenstand). Y ¿qué es un “sustrato corpóreo” sino un sustrato metafísico, una presencia dada exterior al sujeto? Desde este punto de vista, cuerpo (“corporeidad”) no está en la esfera de la objetividad, ni espíritu (“psíquis”) en la esfera de la subjetividad; un ente “físico” –aun el propio cuerpo- no es exterior al sujeto, ni un ente “ideal” es externo –y desde luego que tampoco interno- al mismo sujeto; una concepción así caería de vuelta al materialismo premarxiano. El cuerpo y el espíritu en tanto objeto (Objekt) son también sujeto porque son parte del movimiento de lo real. Porque lo único que hay (Gegenstand) es movimiento, es decir, praxis.

Lo anterior no es una sutileza filosófica, queremos defender –hasta cierto punto, y sin tomar en cuenta por el momento las ideas de Louis Althusser, al cual SV dirige parte de sus críticas con respecto a este punto- la idea de una praxis teórica. ¿Cómo negar la potencia transformadora de un texto como El Capital e. g. que, como cualquier otro texto, es esencialmente incorpóreo?

La pregunta que nos surge aquí para Sánchez Vázquez podría formularse de la siguiente manera: ¿cómo estima el filósofo su propio papel, su propia actividad, cuando, por ejemplo escribe en un diario mexicano artículos político-teóricos, dirige una colección de libros con temas sociológicos y filosóficos, o cuando en la Guerra civil española editaba un periódico de la Juventud Comunista en Madrid, así como un periódico para soldados en el frente –lo que, además de la redacción de textos, también implica una permanente búsqueda de imprentas en nuevos lugares? ¿Se trata aquí de teoría (que para él, como se ha dicho, además de la producción de conocimiento, también abarca las metas prácticas) y su inherente “sustrato corpóreo” y “manifestaciones objetivas”, o de praxis; o del tal paso intermedio, el que, sin embargo, no aborda con más detalle?[21]

Por razones de tiempo y espacio dejamos abiertas estas preguntas. Lo que sí podemos decir es que este trabajo, esta actividad, no quiso estirar el concepto de praxis, ni de hacer una crítica, vacía por un lado, y llena de formalismos por otro. Se trató de repensar la categoría de praxis. Porque compartimos la idea de Stefan Gandler de que “en el concepto de praxis, fundamental para la teoría marxista, está contenido un factor de rebeldía…” Esto es lo que creemos y esto es lo que nos ha movido en un principio a dedicarnos –aunque sea muy brevemente- a la Filosofía de la praxis de Adolfo Sánchez Vázquez.



N. Mauricio Andrade Ruiz

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[1] Sánchez Vázquez Adolfo, Filosofía de la praxis, México, Siglo XXI Editores, 2003. Cf. p. 19.

[2] Sánchez Vázquez, “Filosofía de la praxis”, Filosofía política I. Ideas políticas y movimientos sociales, Madrid, Editorial Trotta, 2002.

[3] Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis, p. 28.

[4] No nos detendremos aquí en particularidades acerca de las virtudes y/o insuficiencias de las interpretaciones de SV con respecto a los filósofos tratados, que van desde Platón hasta Descartes. Una excepción es Rousseau, el cual es ampliamente tratado en su obra Rousseau en México (México, Grijalbo, 1969). Pero nos atrevemos a decir que SV, en ocasiones, inserta sin más la categoría de “praxis” -inspirada en Karl Marx- en contextos discursivos radicalmente distintos al de Marx y al de sí mismo, los cuales requerirían –cuando menos- una atención hermenéutica previa al ejercicio comparativo. El Heidegger de Ser y tiempo, inspirado en las palabras griegas πρᾶξις (praxis) y πράγματα (pragmata), lleva a cabo una interesante crítica de la dialéctica entre “teoría y praxis” (Editorial Trotta, 2009, Cf. §15 y 60, entre otros). Con esto ejemplificamos el hecho de que un ejercicio hermenéutico sobre cualquier época –incluso de una “lejana” históricamente como la griega- puede en verdad enriquecer cualquier proyecto filosófico propio. De cualquier modo, el análisis de estas problemáticas requeriría un estudio aparte.

[5] Ibíd. p. 263.

[6] Ibídem.

[7] El hombre como máquina cartesiano.

[8] Ibíd. p. 264. ¿Cabe hacer un análisis del tiempo a partir de estas sentencias? Con respecto a la primacía del futuro (anticiparse-a-sí) en la temporización de la existencia (Dasein) cf. Heidegger, op. cit., §60-83).

[9] Heidegger Martin, Ser y tiempo, Madrid, Editorial Trotta, 2009, §15, 70.

[10] Sánchez Vázquez, Filosofía de la praxis, p. 317.

[11] Ibíd. p. 271.

[12] Marx citado por Sánchez Vázquez, ibíd. p. 270.

[13] Ibíd.

[14] Ibid.

[15] Nos preguntamos qué tendría que decir el psicoanálisis al respecto. Nos parece que enriquecería las tesis de SV sobre la intencionalidad e inintencionalidad de la práctica, sobre todo en su aspecto individual.

[16] Cf. Ibíd. p. 265. Esto de por sí es problemático porque implicaría también un doble trabajo: el primero, -en orden cronológico-, sería estrictamente teórico y produciría un producto ideal; el segundo, estrictamente material que “obedecería” (¿inconscientemente?) la línea dictada por el primer producto para producir el propio.

[17] Cf. Ibíd. pp. 496 y 497.

[18] Ibíd. p. 275. El problema sobre qué tipo de necesidad es la que satisface el producto artístico es serio y no lo tomaremos en cuenta aquí.

[19] Ibíd. p. 280.

[20] En este párrafo interpretamos desde las Tesis sobre feuerbach (especialmente en la traducción de Bolívar Echevería disponible en http://www.bolivare.unam.mx/ensayos/El%20materialismo%20de%20Marx.pdf). Las palabras en alemán ayudan a la clarificación y no son puramente estilísticas.

[21] Gandler Stefan, Marxismo crítico en México: Adolfo Sánchez Vázquez y Bolívar Echeverría, México, FCE, 2007. P. 238.

16.6.11

Ideología de nivel cero

Esta es una transcripción de un fragmento -sobre la ideología implícita en la búsqueda de “interioridad” auténtica al nivel discursivo-constructivo o místico-religioso- de una charla que Slavoj Zizek dio en las oficinas de Google New York en septiembre del 2008 para el programa The Authors@Google. La charla completa está disponible en: http://www.youtube.com/watch?v=_x0eyNkNpL0

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Mi libro favorito en ése tema –les recomiendo que lo lean- es de Brian Daizen Victoria -quien él mismo es un sacerdote budista-: Zen at War. Este tipo hizo algo muy simple. Él simplemente hizo la investigación de cómo se relacionaba la comunidad zen japonesa con la expansión militar japonesa -la invasión a China y todo eso [and so on]- a finales de los 30’s y principios de los 40’s. Y el descubrimiento fue sorprendente: a excepción de –literalmente- tres, cuatro, cinco disidentes, ellos no sólo estaban de acuerdo, sino que también lo justificaban. El verdadero horror es leer los trabajos de aquel tiempo de un sujeto que –algunos de ustedes, y veo que los hay, son, como yo, desafortunadamente muy viejos para estar por ahí- era muy popular aquí en los tiempos hippie -60’s, principios de los 70’s- D. T. (Daisetsu Teitaro) Suzuki, ya saben, el gran modelo en introducir aquí la tradición budista. Bueno, en los 30’s él estaba escribiendo textos ligeramente distintos. Por ejemplo, escribió un texto donde celebraba la invasión japonesa a China como –así lo decía- un trabajo de amor; los chinos debían aprender que la espada que los está matando es en realidad una espada de amor. Pero lo más importante es que el mismo Suzuki concibió una maravillosa argumentación sobre cómo un soldado ordinario debe entrenarse psicológicamente a sí mismo para poder matar sin traumatizarse. Y da una maravillosa descripción de cómo esta actitud budista de superar tu sí mismo falso [false self] te ayuda. Él dice que cuando aún te identificas con tu sí mismo falso y crees que eres el agente sustancial desde luego que es traumático; la única manera de ponerlo es: “yo tengo una espada y te la clavo”. Pero –dice- si alcanzas la iluminación budista entonces toda la perspectiva cambia: eres sólo un observador, ves tu espada moverse por el aire y ves cómo, de algún modo, se le clava al enemigo; es despersonalizado. Incluso menciona -Suzuki- que para la gente ordinaria que no tiene tiempo para meditar la disciplina militar absoluta es la manera más fácil para alcanzar la iluminación en el sentido de superar tu sí mismo falso. Dice: cuando aprendes que cuando el oficial dice “¡dispara!”, tú disparas, sin momentos de reflexión, te encuentras por encima de tu sí mismo falso y todo eso [and so on and so on]. Ahora, ¿cuál es la conclusión de todo esto? Permítanme ser muy claro, de nuevo, para evitar malentendidos. No estoy diciendo “ya ves cómo todos esto de los budistas japoneses es sólo una máscara del militarismo”, no. Lo verdaderamente difícil es aceptar que –como Père Joseph-[1] las meditaciones de Suzuki son absolutamente auténticas. Es de verdad, es real. Pero esto no te previene de legitimar o hacer cosas horribles, etc. [and so on and so on]. Entonces, ven mi punto aquí. Mi punto es que nuestra verdad no es la “vida interior” –misticismo, historias que nos contamos, o lo que sea-. Estoy aun tentado a afirmar -en un modo más radical y psicoanalítico- que lo que construimos como “vida interior” –historias que nos contamos a nosotros mismos, la narrativa que construimos para enfrentar lo que estamos haciendo-[2] es siempre ideología de cero grado, una especie de pantalla protectora.



[1] En esta misma charla Zizek habla de un libro de Aldous Huxley sobre Père Joseph, un fraile francés que, por un lado, era brutalmente cruel con sus enemigos político-religiosos y, por otro, era un auténtico místico.

[2] Se refiere al pragmatismo de Richard Rorty y a la posmodernidad de las narrativas como ficción efectiva.

28.5.11

El fantasma de Eros


No hay una sola foto de entonces.

Mejor así: para verte

necesito inventar tu rostro.


José Emilio Pacheco


A lo largo del curso hemos ejemplificado –desde Platón hasta Ibn Arabí- la condición paradójica y las contradicciones manifiestas en la experiencia amorosa entre el sujeto y su objeto de amor. Hemos comprobado cierta “irrealidad” del objeto, pero también cierta disolución del sujeto. En el tratamiento que hace Giorgio Agamben del fantasma del Eros relaciona la melancolía con el deseo amoroso.[1] En esta relación se muestra más nítidamente la condición fantasmática del amor. Sin embargo, esta condición no se reduce al amor particularmente melancólico como patología-: el fantasma está presente en toda relación amorosa.

Dice Agamben: “el carácter propio del eros melancólico es identificado por Ficino con una dislocación y un abuso: ‘esto suele suceder –escribe- a aquellos que, abusando del amor, transforman lo que compete a la contemplación en deseo de abrazo”.[2] La belleza es –como hemos visto- para Ficino incorpóreo. Como en la tradición platónica la belleza corporal es una vía de acceso a la belleza ideal, perfecta o divina. Bajo nuestra condición de arrojados en la materia hemos de ascender a través de ella misma hasta los planos más sutiles del universo. Ficino les reprocha a los hombres su desconocimiento de esta jerarquía ontológica. Es debido a este desconocimiento que se aferran a los cuerpos y “abusan” de su belleza. Pero, ¿en qué consiste este abusar? Pareciera que es una cuestión de voluntad, a saber, una elección entre el “deseo de abrazo” a los cuerpos o su superación en la contemplación de la belleza divina. Algunos hombres estarían más dispuestos (predispuestos) a un amor contemplativo, y otros, más a un amor vulgar. Sin embargo, Agamben considera que en el fondo de esta predisposición innata de los amantes en general se encuentra en realidad una dialéctica: “la incapacidad de concebir lo incorpóreo y el deseo de hacer de ello objeto de abrazo son las dos caras del mismo proceso, en el transcurso del cual la tradicional vocación contemplativa del melancólico se revela expuesta a un trastorno del deseo que la amenaza desde dentro”.[3] La vocación contemplativa, la aspiración de lo absoluto genera una insatisfacción constante que se proyecta como deseo concreto, pero este deseo se refuerza como puro deseo al pretender el mismo objeto inaprehensible. Si esto es cierto, aplica a todo tipo de amor y de amante, y no sólo al amante vulgar y/o melancólico. Ficino lo reconoce. En el siguiente pasaje se está refiriendo al amor en general:

Y ¿por qué el amor es en parte rico y en parte pobre? Porque nosotros no solemos desear lo que poseemos completamente, ni aquello de lo que carecemos totalmente. Y visto que cada uno busca lo que le falta, el que posee totalmente una cosa, ¿qué buscaría más allá? Y dado que ninguno desea las cosas desconocidas, es necesario que antes sea conocido de alguna manera lo que amamos. […] Por tanto, cualquiera que ama algo, ciertamente no lo posee todavía en su propio ser. [4]

Se reconoce la condición paradójica del amor, pero lo que está detrás es esta dialéctica entre objeto inaprehensible y sujeto concreto. El sujeto posee algo, pero este algo no es el objeto “en sí” o no es el objeto completo. Pero la aspiración por la compleción de ese algo que se posee no es más que un revestimiento de una pérdida presupuesta de esa compleción que adquiere una forma de objeto. Aspiramos a lo absoluto porque sentimos su ausencia, y sentimos su ausencia porque de algún modo ya lo hemos poseído.

Sigmund Freud por su parte –como señala Agamben- dio cuenta de estas contradicciones al comparar el luto (pérdida de un ser querido) con la melancolía. En la experiencia del luto el sujeto se aferra neciamente al objeto perdido y “esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatorio de deseo.”[5] Lo raro en el caso de la melancolía es que se experimenta de igual modo pero sin un objeto concreto de pérdida. Hay un sentimiento de pérdida pero no se sabe qué se ha perdido. Esto lleva a Freud a pensar que quizá se trate de una pérdida más “ideal” que real, por eso lo explica mediante el sistema inconciente: hay una pérdida de objeto pero “sustraída de la conciencia”. [6]

Ahora bien, en el luto se observa una transferencia de la libido sobre un nuevo objeto (desesperada búsqueda de un sustituto), pero en el caso de la melancolía la energía libidinal se transfiere al mismo sujeto, rebota narcisistamente a través de la identificación con el objeto perdido; el objeto es incorporado al yo. Sin embargo, Agamben señala la dificultad que representa este fenómeno para Freud. El único dato para el psicoanalista es la recesión de la libido, más no podemos ver. Ante el enigma del objeto perdido uno puede sospechar: ni siquiera es seguro que se pueda hablar de veras de una pérdida.[7] Y Continúa Agamben: “habría que decir que la melancolía ofrece la paradoja de una intención luctuosa que precede y anticipa la pérdida del objeto”.[8] Antes de la pérdida real está una pérdida originaria, “ideal” o –en términos freudianos- inconciente. El olvido originario del objeto perdido posibilita su ardiente búsqueda pero ahora bajo el signo de lo invisible e inapropiable, es decir, bajo el modo de lo completo y absoluto. Es entonces cuando el absoluto adquiere forma de objeto divino, es decir, de Idea, cuando el amor es Eros y la belleza corporal es Belleza divina. Y a la inversa, este olvido es la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.[9] Si el sujeto se comporta como si hubiera perdido algo aunque en la realidad, o más correcto, en realidad no haya perdido nada es porque crea inconcientemente (a falta de otra categoría) una situación fantasmática en la que lo absoluto toma forma de objeto perdido, y de este modo, el sujeto irremediablemente va tras esta forma y cree poder poseerla como objeto concreto. Es de este modo como lo irreal existe, o en otras palabras, como vive el fantasma.

En la tradición platónica se habla de que el conocimiento es un recuerdo, una reminiscencia, y de que todo conocer es un re-conocer puesto que todo lo hemos conocido previamente en el topos huranos. Ficino habla también de las fantasías como imágenes que llevamos impregnadas en el alma, las cuales permiten identificar la belleza en los cuerpos.[10] Aquella imagen percibida de la realidad que se asemeje a la imagen ideal que llevamos en el alma será la que permitirá establecer un vínculo amoroso. El alma “aprueba” aquella imagen y establece un acuerdo, este acuerdo es la belleza, y en esta aprobación consiste el afecto del amor.[11] Con Agamben podríamos decir que tanto esta aprobación como su acuerdo se establecen sobre una situación fantasmática. El mismo Ficino lo hace evidente:

Así, entonces, como el espíritu del amante posee la propia cosa bella y en parte no la posee, sin duda en parte es bello y en parte no bello. Y de este modo consideramos que el amor, por esta mezcla, es un afecto intermedio entre lo bello y lo no bello, partícipe de uno y de otro. […] Porque así como los demonios están en medio de las cosas celestes y las terrenas, así el amor ocupa el punto medio entre la ausencia de forma y la forma.[12]

En el sentido que venimos trabajando, “el objeto perdido no es ni apropiado ni perdido, sino una y otra cosa al mismo tiempo. […] es a la vez signo de algo y de su ausencia […] es al mismo tiempo real e irreal, incorporado y perdido, afirmado y negado”.[13] Esta atopía es una la situación fantasmática donde se abre una nueva dimensión de lo posible. No es tierra de los coloridos y lejanos sueños, ni la pasividad e indiferencia de la realidad objetiva. Es, en cuanto a la experiencia amorosa[14], una configuración del sujeto en la que su situación es extraordinariamente perfecta en tanto es fantasmáticamente más real que la realidad. No nos extrañemos de que algún día podamos decir junto a Bruno:


Y yo, en virtud del amor,

En Dios me transformo, siendo cosa inferior[15]



[1] Agamben Giorgio, Estancias: La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Editorial Pre-Textos, España, 2006. Cf. pp. 1-66.

[2] Ibíd. p. 48.

[3] Ibíd.

[4] Ficino Marcello, De amore, Editorial Tecnos, Madrid, 2001. VI, 7.

[5] Freud Sigmund, Obras completas, Vol. XIV, Amorrortu Editores, Argentina, 2000. P. 242.

[6] Ibíd. p. 243.

[7] Agamben, Op. cit. Cf. 52.

[8] Ibíd. p. 53.El

[9] Ibíd. Cf.

[10] Ficino, Op. cit. Cf. VI, 6.

[11] Ibíd. Cf. V, 5.

[12] Ibíd. Cf. VI, 2.

[13] Agamben, Op. cit. p. 54.

[14] Aquí sólo hemos considerado el fenómeno del fantasma en relación a Eros y desde la perspectiva de Agamben.

[15] Bruno Giordano, Los Heroicos Furores, Editorial Tecnos, Madrid, 1987. Diálogo III, p. 69.