25.2.12

Del mestizaje como resistencia



La integración de las representaciones occidentalizadas de las "culturas originarias" por parte de los profesionales del fetiche (publicistas) en la creación de mercados al interior de dichas culturas posibilita, entre otras cosas, que (1) el consumo individual de una imagen de la cultura propia sea producida por un agente externo a la misma (los mercadólogos); (2) la identificación del individuo con su cultura se lleve a cabo mediante representaciones impuestas porque los medios de producción de información los poseen otros, esto es, mediante representaciones derivadas e impropias; (3) a las representaciones dinámicas, siempre inacabadas y espontáneas que una sociedad tiene de sí misma –en tanto momento del devenir vital de una cultura para generar identidad- se sumen representaciones cristalizadas, "dadas", fijadas y cosificadas en el discurso mercantil (artesanía, vestidos, paisajes, tono de piel, tonos de música, arquitectura, etc., en fin, meras cosas que “representen” la riqueza de una cultura); además, que (4) con el fortalecimiento de estos mercados formando parte del devenir cultural, la cultura asuma las representaciones-fetiche como propias y haga suyo aquel discurso (mercantil) que en un principio era ajeno, integrándolo en su propio campo simbólico; ahora un individuo puede participar de la cultura comprando un celular, por ejemplo.

Como vemos, esta “mezcla” que impone el capitalismo globalizado (porque si hacemos memoria, ¿qué cultura decidió libremente ser “global”? ¿no ya hablar de una "globalización" es una imposición, una violencia ante posibles culturas que no se identifiquen con una universalidad económico-política mundial) no es un melting pot, no es un lugar en donde se funden por igual, razas, credos, costumbres, religiones, etc. de manera armónica y enriquecedora. "Mezcla" es un punto de conflicto en el que los códigos se devoran los unos a los otros (Bolívar Echeverría), un espacio indeterminado donde se libran contradicciones permanentemente.

Ahora bien, en este devenir-devorar constante encontramos dos alternativas posibles, dos vías que no están separadas, sino entrecruzadas y muchas veces confundidas, y que por esta razón vale la pena distinguir aunque sea teóricamente: de un lado, una producción creativa y lúdica de contenidos espirituales, modos de producción de riqueza y reproducción de la vida híbridos, así como solidaridad genuina en la base de las formas culturales que van siendo devoradas; de otro, el empobrecimiento en los códigos y las prácticas, la entofagia por parte del orden simbólico dominante, la homogeneización generalizada por valores abstractos (dinero, éxito, progreso) y la liquidación de la diferencia concreta y real entre culturas. Lo primero se llama resistencia o modo barroco de vivir (Echeverría), lo segundo, autocolonización romántica, es decir, la aceptación de la destrucción de estructuras simbólicas propias con la esperanza de integrarse a una “gran cultura”, más rica, más diversa, más “moderna”, en un acto desesperado de “ponerse al corriente” con el progreso de la Humanidad. La autocolonización romántica pre-supone que el modelo civilizatorio capitalista llegó para quedarse y que sólo resta "limar asperezas", ha perdido la noción del sujeto político como motor de su propia historia y se ha entregado a la fe en un mercado bueno, es decir, integral, responsable, sanamente competitivo, "verde" y multicultural. La resistencia barroca, por su parte, podría cuando menos mantener la apertura, sospechar, quizá intuir, nuevos modos de civilización, otras maneras de vivir en sociedad y en planeta; podría (¡y esto no es poco!) mantener a base de fuerza colectiva los signos de interrogación abiertos; frente a la cerrazón, frente al dogmatismo, la estupidez generalizada y la incapacidad de imaginación, mostrar este comercial obsceno una y otra vez, y con una sonrisa soberbia y un poquito burlona preguntarnos: ¿en serio, queridos humanos, esto es lo mejor que podemos hacer?

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